Todos hemos sido Job. Por lo menos una vez en la vida. Todos hemos experimentado lo que significa perder: perder nuestra propia salud por alguna enfermedad que nos hace sufrir mucho; perder a un papá, una mamá o un hijo; perder a un amigo; perder nuestro trabajo, o perder algo que habíamos soñado con mucha ilusión. Todos hemos pasado por esos momentos donde la vida se ve oscura, difícil, donde cuesta tener esperanza y alegría, donde cuesta encontrarle sentido. Todos, alguna vez, le hemos preguntado a Dios: ¿por qué? ¿Dónde estás? Y la mayoría hemos sentido alguna vez que, ante esas preguntas, Dios no nos responde. Dios se queda en silencio, lejos. Quizá incluso hemos pensado que no está, que no existe.
A Job le pasa lo mismo. Son 42 capítulos,
algunos bastante largos, y durante 37 de ellos lo único que tenemos son
preguntas. Bueno, tenemos también algunas respuestas, que los amigos de Job
intentan darle para ayudarlo a comprender su sufrimiento. Pero son respuestas
prefabricadas, respuestas armadas; son repeticiones vacías de “lo que hay que
decir”. No hay nada, nadie, que responda a lo que de verdad le pasa a Job por
dentro. Y eso creo que también nos ha pasado a todos. Sentir que estamos solos,
que nadie entiende lo que nos está pasando. Ni siquiera Dios. 37 capítulos de
silencio… Es un montón. Es frustrante, es desesperanzador.
Y de repente... El capítulo 38
rompe con todo lo que venía pasando. Y nos regala una frase muy linda y llena
de sentido, una de las más profundas, para mí, de toda la Biblia: “Entonces
Yahvé respondió a Job desde la tormenta, y dijo...” ¿Qué dijo? Vamos a
dejarlo ahí, en suspenso. Por hoy, nos vamos a quedar en eso: Dios le respondió
a Job desde la tormenta. Ya en eso, hay un montón de elementos que podemos
guardar en el corazón para nuestra oración.
Lo primero, sin duda, es que Dios
responde. Se tardó. Parecía que no. Pero sí responde. En un momento inesperado,
Dios le responde a Job. Lo segundo es algo muy lindo: Dios responde desde su
identidad más profunda y real. En otros pasajes del libro, cuando hablaban de
Dios lo hacían con otros nombres. No era Yahvé, el nombre revelado a
Moisés, el nombre de la intimidad entre Dios e Israel, el nombre que les
recordaba todas las veces que Dios les había dicho: “tú eres mi pueblo, y yo
soy tu Dios”. Aquí, cuando Dios responde, lo hace desde su nombre. No se
esconde detrás de apodos, o de lo que otros han dicho sobre él. Viene tal como
es. Viene a estar cara a cara con Job. Viene a decirle: “éste soy yo, éste eres
tú. Te he escuchado. Y ahora, como tú me hablaste desde lo más real que había
en tu corazón, yo te hablo desde ahí también. Te regalo mi nombre, mi rostro,
mi corazón”. No por nada Job dice después: “antes te conocía de oídas, pero
ahora te he visto”. Lo tercero es desde dónde habla Dios. Típicamente, diríamos
que habla desde el Cielo. La introducción de Job lo presenta ahí, como
todopoderoso, con los ángeles desfilando ante él. Pero ahora que le responde a
Job, no está ahí. No está lejos, en el cielo, allá arriba. Está en la tormenta.
Adentro de la tormenta. En el corazón de la tormenta.
A mí la tormenta es una imagen
que me dice mucho de esos momentos de los que hablábamos al principio. La
tormenta me habla de inestabilidad, de movimiento, de riesgo y peligro. Me
habla de perder piso, de no estar en tierra firme, de no tener de dónde
sostenerse. Me habla de oscuridad, de desesperanza, de inquietud, de problemas
o sufrimiento. Me hace recordar ese pasaje del evangelio donde una tormenta
sorprende a Jesús y los discípulos en su barca en medio del lago, y los
discípulos van a despertar a Jesús diciéndole: “¿No te importa que estemos a
punto de morir?” La tormenta es ese momento dramático de angustia, donde parece
que nos vamos a morir, que vamos a perderlo todo, y que a Dios no le importa.
Y sin embargo, igual que Jesús
estaba ahí con los discípulos en esa tormenta (dormido en la barca, sí, pero
ahí mismo), Dios, Yahvé, el Dios que da su nombre y que nos llama por nuestro
nombre, está ahí, en el corazón de la tormenta de Job. Me gusta que algunas
traducciones usan dos verbos. Dicen: “Yahvé respondió a Job, y dijo...”
Es como si de alguna manera separara el hecho de la respuesta y las palabras
que vienen después. Y me hace sentido porque, si uno lee las palabras que
vienen, en realidad no responden tanto a las preguntas que Job había planteado.
Y aun así Job, como dijimos, reconoce que ahora ha visto a Dios, y se da por
respondido. Es curioso, raro. Pero, como digo, creo que hace sentido si
pensamos que, en realidad, lo que le responde a Job no son tanto las palabras
de Dios sino su presencia justo ahí, en su tormenta.
Al principio del libro, los
amigos de Job, que después hablan tanto, llegan y se sientan a su lado y lo
acompañan en silencio durante tres días. Creo que ése es el gesto más sabio y
más humano de sus amigos. En los momentos más duros, no necesitamos tanto de
alguien que nos diga que todo está bien, sino de alguien que reconozca lo mal
que están las cosas, lo mucho que nos duelen, y que se atreva a estar ahí con
nosotros, para nosotros. Y eso, que esperamos de nuestros amigos más íntimos,
es lo que hace Dios. Se atreve a estar ahí con Job. Se atreve a estar ahí
conmigo. Está aquí, contigo. Ése es, de hecho, otro de sus nombres:
Dios-con-nosotros, Emmanuel. El Adviento, que está aquí a la vuelta de la
esquina, nos recuerda lo mismo. La respuesta de Dios a todo nuestro dolor, a todas
nuestras preguntas, a todo lo que no tiene explicación…es estar con nosotros,
en la tormenta. Es ser Dios-con-nosotros-en-la-tormenta.
Sigue siendo raro que Dios no le
diga a Job todo lo que él necesitaba oír. Porque a nosotros nos interesaba oír
la respuesta, ¿no? Nosotros, que hemos sido Job también, queríamos escuchar la
respuesta. Pero no está ahí. ¿Por qué no? ¿Por qué el libro de Job son puras
preguntas?
Quizá Job no nos da respuestas,
precisamente, porque quiere animarnos a nosotros a hacernos las preguntas.
Porque sabe que sólo si hacemos de verdad el camino, enfrentándonos al vértigo
de dejarnos romper los esquemas que tenemos (sobre Dios, sobre el mundo y sobre
nosotros mismos), podemos comenzar a encontrar una respuesta que valga la pena.
Quizá, simplemente, Job nos ofrece el primer paso del camino: saber que Dios
que está ahí, Dios-con-nosotros-en-la-tormenta. Y quizá, si nos atrevemos a
hacer el camino, podremos decir, con unas palabras de un libro que me gusta
mucho y que creo que podrían ser también las palabras de Job: “La queja era
la respuesta. Escucharme a mí mismo haciéndole era ser respondido. Y ahora sé,
Señor, por qué Tú no pronuncias respuestas. Tú mismo eres la respuesta. Ante tu
Rostro, las preguntas se mueren. ¿Qué otra respuesta nos podría satisfacer?”[1].
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