Por una intuición, una chispa,
por un torbellino interior
y un abismo;
por una marea abrumadora
y un soplo de viento
liberador.
Por una promesa, por una sonrisa,
por lo que había
en el fondo de sus Ojos,
en la superficie de sus Manos.
Por una palabra.
Por ese instante de silencio
que siguió,
que tuvo en vilo al universo.
Ellos dejaron todo
y lo siguieron.
Dejaron la arena, las olas,
la sal azul.
Dejaron lo que sabían,
lo que soñaban hacer.
Dejaron los hijos
que habían anhelado.
Dejaron la cama
y el techo de siempre.
Dejaron las redes
que habían tejido;
la barca suya,
donde se habían jugado la vida,
donde habían visto amaneceres,
donde se habían hecho amigos.
Todo.
Y lo siguieron.
Al desconocido, al loco,
al que irrumpió en sus vidas
sin avisar.
Al de siempre,
al que conocían desde el principio
y anhelaban.
Al descalzo y despeinado,
al de la barba
mecida por el viento.
Al único que se atrevió a mirar
el fondo de sus vidas
y amarlo.
A Jesús, el Nazareno.
Como a las cuatro
de la tarde.
Dejaron todo.
Y lo siguieron.
Y se ganaron, de pronto,
un Amigo.
Y luego otro.
Y cinco, y seis,
y doce,
y veintisiete y setenta y dos,
de entre todas las naciones.
Y se encontraron
una Madre.
Y un Padre.
Y de nuevo a su padre y a su madre,
y mil veces más
en padres y madres,
hermanos y hermanas.
Y hallaron despacio
lo que habían dejado
y más,
y mayores cosas
de las que jamás habían soñado.
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