El Evangelio de ayer (Mc 10, 35-45)
tiene al inicio una pregunta que puede pasar desapercibida, por la profundidad
de esa "polémica" que viene después. "¿Qué es lo que
desean?", le dice Jesús a Santiago y a Juan cuando éstos se atreven a
exigirle, casi, que les conceda lo que van a pedirle. La pregunta de Jesús
tiene una hondura que, quizá, no sospecharon los dos hijos de Zebedeo. Si la
escuchamos de nuevo, percibiremos bien su densidad, el peso que hace que se
cuele hasta lo más profundo de nuestros corazones. ¿Qué es lo que deseas? ¿Cuál
es esa inquietud que, a veces, no te deja dormir por las noches? ¿Cuál es el
anhelo más secreto y más auténtico, ése que llevas dentro del alma, bien asido
entre las manos del corazón? ¿Qué es lo que deseas tú, de veras, cuando estás
solo en la intimidad de tu cuarto, sin tener que ponerte máscaras para
pretender ser otro ante tantas miradas que (según tú) te examinan
continuamente?
Es cierto que lo que piden
los dos hermanos parece ser fruto de una vanidad tremenda. Estar a la derecha y
a la izquierda de Jesús, como los dos héroes del Reino... Y sin embargo, creo
que en el fondo de esa petición, que brota de lo más hondo del noble corazón
que tenían, los hijos de Zebedeo nos dejan entrever el que era, para ellos, el
deseo más profundo y verdadero: estar al lado de Jesús, a su izquierda
y a su derecha, bien cerca, para siempre, para no perderse ni uno solo de sus
gestos y palabras.
Y, ¿de dónde les nació a
ellos este anhelo medio loco? ¿Cómo llegaron a pensar que querían jugarse la
vida por estar al lado de este tipo, que les hablaría luego de servir y hacerse
esclavos, de beber un cáliz de amargura, de entregar la vida por amor a muchos?
Algunos argumentarán, sin duda, que si pedían esos primeros puestos era porque
aún se imaginaban a un Mesías terrenal, poderoso; a un Rey que mandaría a un
gran ejército y acumularía riquezas y prestigio. Qué sé yo. A mí me gusta más
creer que era porque tenían buena memoria.
Tenían buena memoria, y se acordaban de
aquel atardecer de Galilea en que ese hombre había caminado por la playa donde
ellos siempre pescaban. Se acordaban de esa mirada de paz y de fuego que los
había cautivado, y de esa voz que les sonaba a infancia y a futuro pronunciado
sus nombres. “Sígueme”, recordaban. Y recordaban la sensación de las redes
resbalando de sus manos, y el leve rumor de las olas, y la arena entre sus pies
cuando empezaron a caminar tras él. No se les podía olvidar la vez que él los
llevó a su casa y conocieron a su Madre, y la sonrisa de ella, y cómo era rezar
estando al lado de ellos dos y de otros diez amigos. Se acordaban también de
esas veces que él había hablado de noche, bajo las estrellas, en torno a una
hoguera; de aquellas otras en que él había escuchado a cada uno, a solas,
durante las largas horas de camino que hacían juntos. Recordaban cómo los había
hecho reír, y recordaban todas sus parábolas y dichos.
¿Cómo iban ellos a desear entonces otra
cosa que no fuera estar ahí, a su izquierda y su derecha, mientras él siguiera
andando por el mundo? ¿Cómo iba a caber otro anhelo en su pecho henchido de
ilusión y de alegría?
Y tú, joven amigo peregrino: ¿qué es lo
que deseas?
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