Iván vivía en la habitación 94. Escribo “vivía” a
propósito porque, a pesar de que era la habitación de un hospital, a menudo
Iván tenía que pasar ahí más de dos meses. Su puerta tenía un cartel que
disuadía a casi todos los que pensaban en cruzarla, porque advertía que, para
entrar, uno tenía que lavarse las manos hasta los codos, ponerse barbijo y
guantes y evitar tocar al enfermo. Y es que Iván tenía fibrosis quística, una
extraña enfermedad degenerativa que empieza atacando los pulmones y luego se
esparce por todo el cuerpo, arrebatándole su fuerza “de a poco”, como dicen en
Argentina.
Fue un martes 17 de marzo cuando por fin encontré
el valor de tocar a su puerta. Me había lavado las manos y me había puesto el
barbijo. Entré con un poco de temor y con mucha lentitud. Entonces lo vi,
sentado en su cama de hospital. Tenía el pelo negro y largo, casi hasta los
hombros. Estaba muy delgado, y tenía todo el pecho lleno de sensores que
registraban su ritmo cardíaco, su frecuencia respiratoria y Dios sabe cuántas
cosas más. Sus ojos eran negros y muy profundos, y los tenía abiertos de par en
par, como si no quisiera dejar escapar ni un instante de la vida que tenía
delante. Tenía 15 años.
Ese día hablamos a través de los barbijos durante
unos cuarenta minutos, y yo me quedé de pie frente a su cama, como queriendo
mantener la distancia reglamentaria. No le di la mano para saludarlo cuando
entré, y tampoco al despedirme.
Al la mañana siguiente, volví a visitarlo. Una
tía suya había llegado desde temprano para hacerle compañía, y parecía que ya
habían conversado durante un rato largo cuando yo entré. Iván sonrió al verme.
Estaba cebando mate. Pocos minutos después, llegó lo inevitable.
“¿Querés?”
En menos de un segundo, pasaron por mi mente
todas las normas de seguridad, los protocolos, la higiene hospitalaria… Luego,
miré los ojos bien abiertos de Iván, que seguía sonriendo. Entonces, me quité
el barbijo para que Iván pudiera ver que yo también sonreía. Me senté a su lado
en la cama y le dije que sí. Y durante una larga hora, dejamos que el tiempo y
el mate corrieran, escuchándonos, riéndonos, contándonos nuestros sueños.
Esta historia no se trata de mí. Aquí, el que da
la lección es Iván. Él fue quien me enseñó de un amor que no sabe de leyes, de
barbijos y distancias, de amenazantes puertas cerradas. Es un amor que se
despoja de sus máscaras y seguridades para hacerse vulnerable frente al otro,
atreviéndose a mirarlo a los ojos; un amor de amigo, libre, alegre, inocente, que
pone en riesgo su vida para acercarse y compartir, para crear comunión mediante
un gesto muy simple. Es un amor cuya medida es “amar sin medida”, como decía la
Madre Teresa. Es el Amor de aquel Hombre que, “habiendo amado a los suyos, los
amó hasta el extremo”.
Iván recibió el alta pocos días después. Aunque
pregunté por él a los doctores varias veces durante los meses que siguieron, y
siempre recibí buenas noticias, nunca volví a verlo. Lo único que espero, si Dios
y la fibrosis quística aún lo permiten, es que Iván siga amando la vida y
viviendo el amor tan intensamente como me enseñó, sin saberlo, durante esa
semana que nos hizo amigos.
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