Acortar distancias

De las vidas de santos que he conocido a lo largo de mi vida, una de las que más honda impresión ha dejado en mí es la de san Francisco de Asís (hay un librito sobre él de Chesterton que es maravilloso). Entre los episodios de su historia que más me conmueven, está el del encuentro entre Francisco y el leproso. Éste ocurrió ya después de que el santo hubiese dejado atrás las riquezas de su casa y los caballerescos sueños de grandeza de su juventud. Dicho de otro modo, él ya era el Francisco de túnica roída, silueta delgada y tonsura mal hecha que todos hemos imaginado alguna vez. Y a pesar de esto, por alguna razón los leprosos seguían causándole un enorme rechazo: sentía que eran algo lejano, algo sucio, algo ajeno a su propia vida.

Un día, mientras caminaba solo por algún sendero del bosque, Francisco vio a lo lejos la figura demacrada de un leproso. Quizá escuchó el sonido de la campanita que éstos llevaban para alertar de su presencia a los demás y mantenerlos a distancia. Francisco se sintió invadido por un extraño temor…pero también por el irresistible impulso de romper de una vez por todas con su miedo y correr a abrazar al leproso. Sin pensárselo dos veces (porque decisiones como ésa hay que tomarlas así…), acortó velozmente la distancia que lo separaba de aquel hombre y lo estrechó entre sus brazos. De pronto, los rasgos enfermos del leproso dieron paso a otras facciones…y Francisco se encontró con que no abrazaba ya a un extraño, sino al Jesús de Nazaret que tanto amaba. Brilló una luz en medio del bosque, y Francisco volvió a estar solo.

Todo esto me venía a la mente mientras trataba de encontrar una manera de expresar cómo es el encuentro de cada uno de nosotros con el Dios de la suave brisa que habla en las profundidades de nuestra alma. Y lo primero que creo que hay que decir es que, ciertamente, este encuentro no es cosa fácil. No porque el lenguaje de Dios sea complicado, no: a menudo es mucho más simple de lo que imaginamos. Pero puede pasar que, en medio de una vida cotidiana que nos plantea tantas exigencias (en la convivencia familiar, en el trabajo, en los estudios…), nuestra propia alma nos parezca una realidad tan lejana como lo eran los leprosos para san Francisco. Podemos verla como algo que asusta porque es desconocido y misterioso, o porque creemos que exige de nosotros mucho más de lo que somos capaces de dar. Tal vez también nos espante porque creemos que está sucia, y nos da miedo abrazar una verdad tan íntima pero tan inadmisible para los ojos del mundo o (eso creemos nosotros) los de Dios.

Por eso el primer paso es acortar la distancia que nos separa de nuestra propia alma. Y esto se logra, antes que nada, dándole tiempo. Guardándose unos minutos del día para estarse quieto y respirar profundo y valorar la belleza de estar vivo. Serenándose; dejando que, por un rato, no me importe escuchar que las manecillas del reloj siguen corriendo y yo estoy aquí, sin hacer nada.

Así, en el silencio, se va abriendo un mundo nuevo. Nos damos cuenta de que las experiencias que vivimos durante el día dejan huella, nos conmueven. Son como granos de arena que se acumulan en una playa interior, en la que quedan grabadas las pisadas de cada persona que encontramos. Y cada pisada tiene rostro y me dice algo: de mí mismo, de mi hermano, de mi vida, de mi Dios. A esas pisadas se le suma la brisa de mis sentimientos, de las intuiciones que voy teniendo a lo largo del día: son mis miedos y alegrías, mi paz y mi inquietud. Estoy llamado a tomarlas entre mis brazos y mirarlas de frente, para descubrir en ellas lo que Dios quiere de mí, hacia dónde quiere que vaya. Sobre este tema podría decirse mucho…pero creo que un buen norte es saber que Dios me quiere más libre, sin máscaras o murallas que repriman a mi “yo” más auténtico y original. Y que esa libertad me permitirá darme siempre de nuevo a los demás, aunque en algún momento mis prejuicios y debilidades me los hagan aparecer también como leprosos.


A la larga, buscamos un encuentro con la propia alma y con el alma de quienes acompañan nuestro camino. Si, con la valentía de san Francisco, nos atrevemos a abrazar esas realidades, poco a poco iremos descubriendo en esos rasgos desconocidos el Rostro y la Voz de Jesús, nuestro Amigo, nuestro Dios de la suave brisa.

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