El Dios de la suave brisa

Hace poco estuve acompañando a un colegio en un paseo por el centro histórico de San Luis Potosí. Para muchos de los niños, creo yo, tenía algo de exótico ver a un seminarista mexicano (cuyo acento se había diluido en una mezcla de acentos sudamericanos) yendo por las calles a su lado. Supongo que por eso, y por la curiosidad propia de la niñez y adolescencia, algunos se acercaron a platicar y hacerme preguntas mientras caminábamos. Entre ellas resaltaban las que tenían que ver con mi vocación y mi experiencia de Dios. La que más me sorprendió (y por eso la llevo hasta ahora conmigo) fue la de uno que preguntó: “¿A ti se te ha aparecido Dios?”

Quizá mi respuesta fue desalentadora para sus jóvenes oídos. Y es que no: no he visto a Dios como lo vio Moisés en la zarza ardiente, ni a Jesús como lo vio san Pablo, ni a María como la vio Juan Diego.

Pero hay una sabiduría latente en las palabras de aquel niño (siempre la hay, en las palabras de todos los niños). Creo que para él era inconcebible que yo hubiese dejado mi país, mi casa y todo lo demás en pos de alguien que nunca hubiera visto o escuchado. O Dios se me había aparecido realmente, a mí, en un instante determinado de mi vida, o lo que yo estaba haciendo no tenía ni pies ni cabeza.

Esto me dejó pensando en qué clase de Dios es el nuestro, en cómo habla con los hombres, si es que lo hace. Por eso me llamó la atención escuchar en Misa unos días después que, ya en los primeros compases de la historia de la salvación, Dios “se paseaba por el jardín” para hablar con Adán y Eva “a la hora de la suave brisa” (cf. Gen 3, 8). Es el mismo Dios que, al ir al encuentro de Elías en el Horeb, no estaba ni en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en la suave brisa (cf. 1 Reyes 19, 9-13).

De entrada, hablar de la “suave brisa” me lleva a pensar que Dios quiere revelarse en todas las experiencias que tenemos al toparnos con la belleza de su creación: en una puesta de sol, en el murmullo de un río, en la imponente solidez de las montañas o en la sencilla fragilidad de una flor. A menudo, cuando cae la tarde y sopla realmente una suave brisa, me sorprendo evocando el pasaje del Horeb y sintiendo que Dios quiere así decirme que está ahí cerca, acompañándome. Es como si fuera un saludo, una caricia del Padre que busca recordarme que me quiere.

Sin embargo, creo que la “suave brisa” nos revela una realidad más profunda que la de estos encuentros furtivos con el Dios Creador. Nos recuerda que el estilo de Dios es, como dice el poeta chileno Esteban Gumucio, hacer “grandes cosas al tamaño de los pequeños.” Y es que Él quiso salir de sí mismo, de ese Cielo desde el cual creó el universo, y entrar en la historia de la humanidad. O, más bien, en la historia de los hombres, de todos y cada uno de nosotros. Por eso, nuestro Dios es (como Él mismo lo dijo) “el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob”; el de Moisés y Elías y de todos los profetas. Es el Dios que fue aún más lejos y un buen día decidió hacerse carne: hacerse Niño y nacer de noche en un establo, hacerse Hombre y morir silenciosamente en una Cruz. Es Jesús, carpintero de Nazaret, hijo de María, del linaje de David. Es el Dios que se pasó una vida haciendo en un rincón de Palestina lo que su Amor ya había hecho y sigue haciendo en todo el universo.

Y por ser así y tener ese estilo, sigue haciendo hoy lo que hizo en Palestina hace dos mil años: hablar al corazón de los hombres. Habla despacio, “sin que resuene su Voz”, como dice el Salmo. Pero habla profundo, en lo más íntimo: en mis recuerdos, intuiciones y sentimientos. Se aparece en el hombre o la mujer que está a mi lado, que me mira, me habla, me confía y me comparte. Habla sin cesar a las honduras del alma, y yo y tú y todos nosotros somos capaces de escucharlo

Así que, tal vez, podría responderle distinto a aquel niño sabio…pues en su pregunta, en su mirada inocente, se me apareció de repente el Dios de la suave brisa.



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