Mientras volvía hoy a casa en mi bicicleta, me acordé de que el City de Pep Guardiola fue eliminado de la Champions por el Mónaco. A mí y (supongo) a la mayor parte de los que vibramos con el Barça de Guardiola, nos dolió un poco ver perder a Pep. Más aún porque, cuando pierde Pep (o cuando pierde el Barça, el Madrid o el Bayern…), el pobre se ve envuelto por un vendaval de rumores periodísticos, especulaciones sobre su futuro…todos se preguntan qué hizo mal, y todos creen tener la clave del error en su planteamiento.
Y yo pensaba que, en esos momentos, quizá Pep siente
nostalgia por los días en que no tenía nada que perder. Quizá extraña su
primera temporada en el Barça, cuando nadie lo conocía, cuando nadie tenía
puestas en él todas sus expectativas, cuando sólo era alguien que fue escogido
para dirigir el equipo de su vida. Ahora, con un histórico “sextete” y decenas
de títulos después, todos esperamos que Pep gane, en el Bayern, en el City o en
cualquier otro equipo que le toque dirigir. Después de todo, para eso lo
contratan los grandes equipos.
Muchas veces vivimos así: como si cargáramos
sobre nuestros hombros las expectativas de millones de aficionados, como si
fuera nuestra responsabilidad dejar contento a todo el mundo, como si en
nuestras manos estuviera la obligación de cosechar éxitos y triunfos y como si
el valor de nuestra vida fuera a ser medido según ese palmarés.
Creo que sería mejor vivir como si la vida fuera
esa primera temporada en que no hay nada que perder, porque todo está por
ganarse. Vivir una vida en la que ningún desafío nos quede chico, porque llevamos
el alma hinchada de sueños y de anhelos, de pasión por nuestro equipo. Estar
dispuesto a arriesgar, aunque nos toque jugar en posiciones desconocidas,
aunque implique apostar por nuevos fichajes para el equipo. No tenerle miedo a
las críticas, ni querer cumplir los proyectos de otros; lanzarme a descubrir
quién soy yo y cómo hago las cosas y por qué las hago, y confiar en eso. En
pocas palabras: vivir una vida vacía de expectativas, pero llena de esperanza.
Y además, Pep no tenía nada que perder porque
estaba en casa; era su equipo, sus colores, su himno…su gente. Me gusta creer
que, aunque hubiera “fracasado”, no le habría fallado a nadie, y siempre
hubiera tenido a alguien que lo hiciera volver a soñar, volver a lanzarse a la
vida, aunque fuera por caminos distintos. Por lo mismo, porque cada uno empieza
a soñar en su casa, con su gente…y porque así lo he experimentado yo, me gustar
creer que todos tenemos unos brazos a los cuales podemos volver, un abrazo que
nos puede devolver la alegría, una voz que sabrá hacernos volver a soñar e
impulsarnos a vivir como Pep, cuando no tenía nada que perder.
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