Semblanza de un santo


Era 22 de enero de 2016. Abrí mi computadora para ver rápidamente noticias de fútbol, checar Facebook, o algo así. Y de pronto, en Facebook, apareció la noticia: “El Papa Francisco canonizará a cuatro (creo) nuevos santos.” Quizá lo había publicado algún argentino, por el Cura Brochero. Comencé a leer…y mis ojos se abrieron desmesuradamente. Se humedecieron un poco.



¡José Luis, santo!



Hacía mucho que no escuchaba de él. Pero en cuanto leí su nombre se despertaron en mi memoria muchas cosas, y un leve temblor me recorrió el cuerpo. José Luis, santo…



Me sorprendí de emocionarme tanto, precisamente porque su recuerdo estaba bien escondido en alguna parte de mi corazón. Con “bien escondido” quiero decir dos cosas: primero, que estaba bastante oculto, o que yo lo había dejado bastante olvidado. Pero también estaba “bien escondido” porque era una suerte de tesoro, que yo había querido enterrar cuidadosamente en un rincón privilegiado del alma. Estaba, pues, a salvo.



Me sorprendí también porque José Luis era un viejo conocido mío. Nos habíamos encontrado cuando yo era niño. Y es que José Luis era, para la Juventud de los Legionarios (en la que yo estuve bastante metido hasta mis 16 o 17 años), el héroe, el que dio la vida por amor, el ejemplo de valentía al vivir la fe. Su grito, el grito de guerra de los cristeros, había encontrado eco en mi corazón. Nuestra amistad se fortaleció cuando visité Sahuayo, el pueblo que lo vio nacer y derramar su sangre. Vi el baptisterio de la iglesia en el que estuvo encarcelado: allí José Luis, indignado al ver que el gobernador había la convertido en establo y gallinero, mató a un par de gallos de pelea con sus propias manos. Desde allí, al saber que su martirio era inminente, le escribió a su mamá: “Nunca como ahora ha estado tan barato ganarse el Cielo.” Recorrimos el camino hasta el cementerio, el mismo camino que él hizo con sus pies sangrantes, dejando huellas de fidelidad en las calles de tierra del pueblo. Rezamos ante su tumba, y guardamos un minuto de silencio en honor a su heroísmo.



Hay cosas que se pierden (o se esconden) cuando uno deja de ser niño, y quizá uno de los secretos de la vida está en volver a encontrarlas. Para mí, la amistad con José Luis ha sido una de éstas. Y el mérito no es mío, porque yo lo había olvidado. Pero su canonización volvió a traérmelo al corazón, a la memoria. Debo admitir que es el único “santo” (¡ya casi!) al que le rezo con frecuencia y con verdadera naturalidad. Y por eso me causa tanta emoción ver que la fecha de su canonización está tan cerca.



En la noticia que leí ese 22 de enero, aparecía la foto que he puesto al principio. Algunos me han dicho que en verdad no es él. Pero, ¿qué importa? Tampoco sabemos si las imágenes que tenemos de Jesús lo representan realmente…pero cada uno tiene su imagen de Jesús, la que más le gusta, la que más le habla de quien Él es. A mí, esta foto me habla de lo que encierra la santidad de José. Está listo para la batalla: tiene las armas en sus manos y el fuego en la sangre. En su rostro leo valentía, y su expresión inmortaliza aquello del Apocalipsis: “…no amaron tanto su vida que temieran la muerte.” También me habla del gozo de quien ama lo que está haciendo. Tiene una sonrisa como contenida, que habla de la satisfacción, de la alegría de estar a las órdenes del Rey. Y, al mismo tiempo, en sus rasgos de niño encuentro la inocencia, la ilusión de mirar al mundo como está llamado a ser, y no sólo como es. Al verlo santo, me dan ganas de aprender de él a caminar por el sendero de Jesús, aun con los pies sangrantes. Aprender de él a ser niño, como Él, que sigue siendo Niño. Aprender a arder de anhelo por ese Cielo que hoy también está barato para los que quieren atreverse. Aprender a gritarle a todo el mundo: ¡Viva Cristo Rey!



Le puse a esto como título “Semblanza de un santo”. Y he hablado poco de la vida del santo. Pero como dato biográfico, me bastará decir que murió a los 14 años, en plena Guerra Cristera…pues el santo no se hace de fechas, sino de amor, de heroísmo, de fidelidad. A cada uno Dios le regala su propio camino de santidad; y aunque mi camino es muy diferente al suyo, a mí me gusta tener de compañero de camino a José Luis, con sus pies sangrantes, con sus ojos de niño, con su grito de guerra. Para eso, le escribí una pequeña oración, que rezo a menudo y quiero compartir con ustedes a modo de cierre:



José Luis:



Enséñame a creer

con inocencia y con ardor de niño.

Quiero aprender a ser valiente,

a luchar y dar la vida

por la alegría de nuestro hermano, Jesús.

Caminemos juntos

por el camino del heroísmo,

hasta que el mundo exclame contigo:

¡viva Cristo Rey!



Amén.

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