Un Misterio de Humildad

Hace unos días escuché la historia de San Jerónimo, que le dedicó la mayor parte de su vida a traducir la Biblia al latín, viviendo en soledad en una cueva cerca de Belén. Quien contó la historia, añadió al final, con una sonrisa tímida que dejaba entrever todo su entusiasmo por el santo: "Era un apasionado del misterio navideño, del misterio de la Encarnación." La frase se quedó como enganchada a mi corazón, porque hablaba de ese misterio que empezó a envolvernos de a poco desde hace un par de semanas con colores morados, lucecitas sutiles y promesas de salvación. Y yo no sé si soy un "apasionado del misterio navideño", pero lo cierto es que me encanta la Navidad...que la Navidad me alegra.

La Navidad toca mis fibras más íntimas; quizá porque pone en acción a la memoria, que viaja hasta la infancia para traer al presente esos recuerdos de noche y de frío que chocan un poco con la realidad del abrasador diciembre paraguayo. Es un tiempo de silencio y de sonrisas; de familia, de tradiciones, de compartir, de quererse y perdonarse y estar juntos. Es el momento en el que Dios se hace Niño, y eso despierta un poco a ese niño soñador y obstinadamente alegre que vive en todos nosotros (y que a menudo dejamos que se nos quede dormido). La Navidad (en invierno, allá en el hemisferio norte) es un tiempo más oscuro; por eso es un tiempo de velas, de luces que no destierran a la oscuridad, pero sí la alumbran; de fuegos que no hacen que desaparezca el frío, pero sí calientan los corazones de quienes se reúnen en torno a ellos. 

Sobre todo, la Navidad es un tiempo de hacerse pequeños para acceder al Misterio. Y es que el secreto que Dios revela en esta fiesta (el msterio de la Encarnación) es, precisamente, el del anonadamiento, el de la grandeza en la pequeñez. Así nos lo recuerda la puerta de la Basílica de la Natividad que existe hoy en Belén: es tan bajita que sólo entran los niños... O nosotros, si tenemos la valentía de agacharnos, de hacer a un lado pretensiones de grandeza y aires de superioridad y nos reconocemos como somos: pequeños, asombrados, chiquitos ante la inmensidad de lo Eterno oculto en los ojos y en las manitas de un Niño. 

Por eso, la Navidad no es una fiesta de sensibilerías, sino un tremendo desafío de humildad. Aprender a amar a ese Dios que podemos envolver con nuestros brazos implica darse cuenta de que nuestra miseria ha de dejarse envolver por el abrazo de su Misericordia. Y que sólo así, hechos libres por medio de esa hermosa Verdad, seremos capaces de darnos y de amar, para llevar al mundo la noticia de que el Amor está ahí, hecho Carne en cada hombre, esperando, suplicando que le amemos...anhelando unas manos que sequen sus lágrimas de bebé, una voz que le cante la alegría de estar vivo.


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