Memorias de Compostela

En un silencio escondido
tras las verdes colinas de Galicia, 
en los pies dispuestos a la milicia 
de hacer juntos el camino, 
Dios tomó las riendas 
y comenzó a orquestrar el milagro.

En el café, la leche, el pan, 
la cálida dulzura de la almendra, 
el vino triturado por la piedra, 
la sal de los frutos del mar, 
Dios quiso infiltrarse en nuestra sangre, 
encadenar el corazón.

Y bajo soles dorados, 
o empapados por el llanto celestial, 
sin saber lo que aguardaba al final 
de luminosos senderos, 
dejamos que el eco del océano 
fuese nuestro guía 
hacia la única fuente que sacia 
la sed del peregrino.

¿Qué íbamos a saber de los secretos 
que albergaban las rocas, 
que susurraban las aguas claras de riachuelos, 
que gritaban los tabernáculos dorados, 
cuyo abrazo de paz disipaba las fatigas?

¡Ay, Campo de Estrellas!
¡Eres catecismo viviente, 
eres el salto que hace Dios 
desde su trono 
para venir a hacerse hombre 
en las llagas de los pies, 
en el frescor de las madrugadas 
y en las palabras que laten 
en el firme calor 
de la amistad.

¡Ay, Santiago, que más que muros
eres aliento de peregrino! 
No hay corazón que pueda volver 
a ser igual 
si lleva impregnado ya en sus fibras 
el incienso de mediodía. 
No hay corazón que pueda volver 
a ser igual 
tras el abrazo ante tus puertas: 
abrazo tuyo, peregrino, amigo mío; 
¡abrazo tuyo, Dios, Amado mío!

Comentarios