Un Rincón del Cielo

Salimos del albergue de Pedrouzo cuando el sol apenas empezaba a asomarse por el horizonte y el mundo tenía aún un poco de la negrura de la noche. Desayunamos, como siguiendo el ritual, nuestro pan con mantequilla y nuestro café con leche. Empezamos luego a caminar. Tras dejar atrás el concreto bajo los pies y la oscura piedra de las casas, las altas copas de los árboles que crecían a ambos lados del principio del sendero se extendían sobre nosotros e impedían que la pálida luz que brillaba nos alumbrara totalmente. Una niebla tímida se colaba por entre los troncos del frondoso bosque. Y, como todas las mañanas, podíamos escuchar el canto de los pájaros que se posaban en las ramas y se escondían tras las hojas. Desde ese momento, ambos pensábamos en secreto que ya estábamos a nada de llegar, que los 19 kilómetros que faltaban todavía no los íbamos a sentir. Cada vez que nos cruzábamos con algún otro peregrino, además del tradicional "¡Buen Camino!", escuchábamos y decíamos cosas como: "¡Ánimo! ¡Que ya estamos ahí!", "¡Ya falta poco, vamos!", "¡Es lo último, ya casi llegamos!" Todo eran ánimos y optimismo. Ese aire de esperanza era casi tangible y me iba llenando poco a poco el alma. Las piedras que marcaban los kilómetros iban quedándose atrás, una tras otra: 18.5, 18, 17...

De vez en cuando, nos encontrábamos con gente con la que habíamos coincidido en los albergues y hablábamos un poco. "Es curioso," pensé, "cómo muchas personas pueden ver un mismo suceso desde puntos de vista totalmente diferentes. Para unos, es una simple visita cultural más. Para otros, es el ansiado final de una larga tortura a la que se sometieron sin saber muy bien por qué. A algunos más les dará igual: será sólo una parada más de un paseo por el bosque, o el final de una carrera contra el reloj en la que quieren batir algún récord. Para otros, y a mí me gusaría creer que para la mayoría, el final del Camino es un inicio. ¡Bienaventurado eres, peregrino, porque has descubierto que el auténtico Camino comienza cuando se acaba!"

El verdor del bosque terminó de golpe para dar paso a un campo extenso en el que se alzaban unas cuantas casas. Después, el sendero se volvía a internar en el bosque, pero se hacía más ancho y comenzaba a ascender. Muchas veces mi amigo y yo creímos que la que acabábamos de pasar iba a ser "la última subida," pero durante una hora y media, siempre aparecía una nueva para demostrarnos nuestro error. Así, subimos hasta llegar a la cima de esa última colina del Camino: Monte do Gozo. No habíamos parado en 15 kilómetros, pues podía más en nosotros el ansia por llegar que el cansancio en nuestras piernas, pero al llegar arriba queríamos parar. Yo cojeaba un poco, pues ya tenía los dos pies llenos de ampollas. Había, al lado derecho del sendero, unas mesas en las que algunos peregrinos tomaban agua o un café y descansaban un poco. Al lado izquierdo, estaba el monumento que conmemora la peregrinación de Juan Pablo II a Compostela. Íbamos a parar, pero decidimos acercanos antes al monumento para verlo mejor. Al estar de pie junto  a él, sopló un viento que nos hizo levantar la cara y ver, al pie de la colina, a la ciudad del Apóstol que yacía ante nuestros pies. En ese momento comprendí por qué esa colina de llamaba Monte do Gozo. Miré a mi amigo, sonreímos, y pude leer en sus ojos lo mismo que decían los míos: no íbamos a parar hasta que no llegáramos al final. 

Empezamos el descenso, y después de unos dos kilómetros, los paisajes se acabaron y entramos a la ciudad, por la parte más nueva, que no tenía mucho de especial. El suelo se sentía mucho más duro que la tierra húmeda del sendero. No podíamos ver las torres de la Catedral...y en realidad, en ese momento yo estaba más concentrado en hacer que mis pies mantuvieran su ritmo que en buscar la Catedral en las alturas. Iba en silencio, y también iba aumentando en mí la alegría, la emoción de estar tan cerca ya del final del Camino. Pasamos por muchas calles, dejamos atrás a peregrinos que iban más lento...y por fin entramos a la parte vieja de la ciudad. Recorrimos algunos callejones un poco oscuros, y al alzar la vista sólo nos topábamos con paredes altas y con nubes grises en el cielo. No teníamos idea de cuánto más podía faltarnos para llegar, y ahora sí sentíamos no sólo los 19 kilómetros de ese día, sino los más de 150 que ya habíamos dejado atrás. 

De repente, nos encontramos caminando en una calle estrecha y larga, que parecía infinita...pero a lo lejos se adivinaba algo distinto. Un espacio amplio, abierto bajo el cielo, con personas que ya no caminaban, sino que estaban de pie, inmóviles ante la majestad de algo que se alzaba frente a ellos. Apretamos el paso, sordos al dolor que elevaba su grito desde nuestros pies. Casi empezamos a correr, con las mochilas balanceándose peligrosamente en nuestras espaldas. Salimos del asfixiante callejón y nos detuvimos en la Plaza del Obradoiro, de espaldas a la Catedral, sin haberla visto todavía, respirando un aire de libertad y alegría. Como niños, decidimos contar hasta tres con los ojos cerrados y luego voltear para abrir los ojos y ver. Uno, dos...

No puedo escribir lo que vimos. Eso es algo que cada peregrino vive a su manera, y sería injusto opacar con mi experiencia testimonios más sorprendentes o elevar expectativas más allá de lo razonable. Pero...fue una de esas veces en las que uno se encuentra sonriendo y, por más que lo intente, la sonrisa no se va. Una sonrisa de verdad, no de foto. Una sonrisa que hace que un cosquilleo te recorra el cuerpo y te haga degustar un poco del Cielo. Una de esas que hacen que todo valga la pena, que se te olvide que caminaste 150 kilómetros y que tienes los pies llenos de ampollas y que sólo puedas concentrarte en la grandeza de lo que ves y en la alegría que sientes. Una de esas que te hacen pensar que ese momento podría durar para siempre. 

Abracé a mi amigo. Yo sabía, sin hablar, lo que pensaba él y viceversa. Luego, exhaustos, nos dejamos caer sobre el suelo de piedra. En silencio, contemplamos sentados durante un largo rato ese pequeño rincón del Cielo.

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