Era viejo, viejo como la
tierra fértil y verde en la que había plantado firmemente sus raíces. Su piel
morena, curtida por una eternidad de trabajo bajo el sol, llevaba ya muchos
años arrugada; su pelo de nieve seguía cayendo, largo y abundante, sobre unos
hombros que el tiempo había hecho de piedra. Sus ojos negros tenían la
profundidad de un cráter oscuro. Sembraba en su tierra con su esfuerzo, con la
sangre que corría a veces por la planta de sus pies y a veces por su espalda,
que era larga y delgada. Había vivido de los frutos de sus cosechas durante lo
que a él se le antojaban siglos, aunque en realidad no quería contar las
primaveras que había dejado atrás. Y es que nadie podía calcular sus años,
porque había ya puesto flores sobre las tumbas de aquéllos que lo habían
acompañado en el tortuoso sendero de su vida.
He dicho nadie, pero me he
expresado mal. Una presencia silenciosa pero constante estaba a su lado,
acompañándolo en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la
enfermedad…atada a él hasta el día en que la muerte decidiera pasar por aquel
lugar que parecía que hasta Dios había olvidado. Ella era la mujer de su vida.
Pero
no, ella no era su esposa. Su esposa había muerto dando a luz en una noche
lluviosa de un mes que Don Goyo no recordaba, dejando como único legado una
niña frágil que reclamaba con un llanto incesante el calor del abrazo materno.
A él le quedó la tarea de ser padre y madre, pero no a la vez, sino asumiendo
cada rol según lo pidiera la ocasión. Así pues, la mujer de su vida era su
hija. La mujer de su vida, sin embargo, tenía dos maldiciones. Ambas se
hicieron evidentes después de que ella cumplió los veinte años. A partir de ese
día, y por razones inexplicables, ella se vio condenada a una eterna juventud.
Venía el otoño y se iba, venía el invierno y se iba, pero ella vivía en la
prisión sin fin de estar anclada en el tiempo. Además, desde ese mismo día, una
enfermedad extraña la dejó postrada en la cama, incapaz de moverse de la
cintura a los pies. Don Goyo buscó con curanderas ancestrales un remedio para
los males de su hija, pero ni los más exóticos brebajes ni los más fervientes
rezos sirvieron para que ella se recuperara.
El viejo milenario y la joven
inmortal se acostumbraron entonces a su soledad compartida, pues aún los que
habían sido sus amigos más cercanos yacían ya bajo tres metros de tierra y
lápidas grises y tristes. Durante el día, él seguía saliendo a trabajar, con
una paciencia que el campo y su longevidad le habían enseñado a multiplicar.
Ella se quedaba entre sus sábanas blancas, con las páginas de un libro entre
sus manos o con las alas de un sueño en su imaginación. Don Goyo llegaba
mientras el sol se escondía tras el horizonte, y cuando abría la puerta, una
luz naranja y etérea inundaba su casa, iluminando la cara de la mujer de su
vida. Él entraba y le besaba la frente, acariciándole la mejilla con sus nudillos
rugosos. Después acercaba una silla a la cama, y mientras caía la noche le
contaba algún cuento o le cantaba una cancioncilla de cuna. Cuando ella cerraba
los ojos y su respiración se volvía lenta y rítmica, él se levantaba y sacaba de
un cajón una pipa vieja que llenaba con tabaco y encendía sin prisa. Se ponía
de pie junto a la cama y fumaba despacio mientras observaba a la mujer de su
vida. Miraba con una voluptuosidad llena de remordimiento cómo subía y bajaba
el pecho firme de su hija; contemplaba su silueta delicada bajo la levedad de
las sábanas con una ternura salpicada de lujuria mal disimulada, protegido como
estaba por las sombras. Sentía que su corazón se aceleraba, latiendo con la
fuerza de un amor que ni él mismo comprendía pero que lo llenaba por completo. El
humo de su pipa se elevaba, llevándole al cielo como una ofrenda esa pasión de
delicadeza infantil que lo consumía por dentro. Y esperaba de pie junto a su
mujer dormida, esperaba petrificado bajo la columna de humo gris que ascendía
hasta confundirse con las nubes. En silencio, ardiendo por dentro con el fuego
de su amor caprichoso y dulce, impredecible e inexplicable, esperaba…y aún espera
a la muerte que nunca llegará.
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