Ese soy yo, el 77. No sé que haya sentido Cannavaro al levantar la copa del Mundial de Alemania, ni Iker al levantar la del 2010, ni Puyol o Abidal al levantar una Champions con el Barça. Y es que, por supuesto, esos trofeos valen mil veces más que este pequeño trofeo que yo levanté ayer, el de la Copa de la Liga Estudiantil de Puebla 2013. Pero yo sé lo que sentí cuando mis amigos me dijeron: "Santi, pasa tú," y di unos pasos hacia donde estaba el director de la Liga sosteniendo el trofeo. Yo sé lo que sentí cuando lo tomé entré mis manos y me volteé para mirar a mis amigos, y lo alcé soltando una exclamación de alegría.
Sentí precisamente eso: una de las alegrías más inmensas de mi vida.
En el momento de levantar la copa, no fueron sólo las emociones de la final las que estaban en mí. Fueron los sentimientos de tres años los que asaltaron mi corazón. Fue la incertidumbre de mi primer día de entrenamiento, la tristeza de cuando me corrió mi entrenador por no llevar completo el uniforme. Fue la paciencia de todo ese primer año, de ir entrenando, mejorando...y la decepción de perder esa primera final.
Fue el esfuerzo del segundo año para irme ganando un lugar, la amistad que comenzó a nacer con algunos de los que antes sólo eran compañeros. Fue más esfuerzo que poco a poco se fue traduciendo en alegría. Fue comenzar a disfrutar el balón entre mis pies y el pasto mojado bajo mi cuerpo al barrerme. Fue el apoyo que gritaba desde la banca y el sudor que resbalaba por mi frente esas veces (pocas, sí) dentro del campo. Fue también el apoyo desde la lejanía, que quizá no servía de nada pero que a mí me llenaba. Y fue también el dolor de perder otra final, que sentí aunque seguía lejos.
Fue entrenar a las 7 de la mañana en vacaciones y a las 3 de la tarde en días de clases, prácticamente todos los días "laborales" de mi Prepa. Fue un tercer año en el que de alegría esporádica, el fútbol pasó a ser un ingrediente esencial en la felicidad de mi vida. Fue pasar de una tripleta a un quinteto, y encontrar a unos de los mejores amigos de mi vida entera. Fue vivir con ellos el fúbtol, y cientos de cosas más allá del fútbol también. Fue salir a otras ciudades a jugar, en viajes divertidos con asientos apretados. Fue el Nacional, donde una derrota más nos unió y nos puso en un nuevo camino hacia la victoria. Fue otra vez el esfuerzo de jugar, la presión que, claro, también existía. Fueron cientos de pases, decenas de tiros, miles y miles de metros corridos. Fue conocer a más amigos, y ser más amigo de los que ya lo eran, y, cuando me tocaba jugar, dejarlo todo en la cancha por ellos. Fue soportar las lesiones que me alejaban de todo ese mundo que ya amaba. Fue aprender a ser humilde y aprender a ser puntual. Fue la presencia silenciosa de mi padre en todos mis partidos. Fue platicar con mi entrenador, escuchar sus consejos, y con ellos ir creciendo en lo físico, en lo técnico, en lo táctico y, más que en todo eso, en lo humano e incluso lo espiritual. Fue saber valorar el trabajo en equipo. Fueron mis gritos de ánimo dentro y fuera del campo, unas malas palabras que a veces se me escapaban si nos metían gol. Fueron las carcajadas de antes de los partidos, las sonrisas durante ellos, y los abrazos al final. Fue perder una final más, y reponernos y mejorar y crecer. Fueron los goles de ayer, la alegría de ir ganando, los insultos que nos lanzaban. Fue fallar un penal (nunca, nunca me voy a olvidar de eso). Fue escuchar el silbido final y correr y gritar y abrazarnos y saltar y sonreir con la sonrisa más grande del mundo. Fue ver a todos mis amigos frente a mí, y leer en sus caras la misma felicidad que había en la mía.
Eso es lo que yo, el 77, sentía cuando levanté la copa. Sé que nunca voy a olvidar estos tres años, que nunca voy a olvidar ese momento y todo lo que significó para mí. Y bueno, todo eso en realidad es fácil de resumir: yo, el 77, sentí una de las alegrías más inmensas de mi vida.
Sentí precisamente eso: una de las alegrías más inmensas de mi vida.
En el momento de levantar la copa, no fueron sólo las emociones de la final las que estaban en mí. Fueron los sentimientos de tres años los que asaltaron mi corazón. Fue la incertidumbre de mi primer día de entrenamiento, la tristeza de cuando me corrió mi entrenador por no llevar completo el uniforme. Fue la paciencia de todo ese primer año, de ir entrenando, mejorando...y la decepción de perder esa primera final.
Fue el esfuerzo del segundo año para irme ganando un lugar, la amistad que comenzó a nacer con algunos de los que antes sólo eran compañeros. Fue más esfuerzo que poco a poco se fue traduciendo en alegría. Fue comenzar a disfrutar el balón entre mis pies y el pasto mojado bajo mi cuerpo al barrerme. Fue el apoyo que gritaba desde la banca y el sudor que resbalaba por mi frente esas veces (pocas, sí) dentro del campo. Fue también el apoyo desde la lejanía, que quizá no servía de nada pero que a mí me llenaba. Y fue también el dolor de perder otra final, que sentí aunque seguía lejos.
Fue entrenar a las 7 de la mañana en vacaciones y a las 3 de la tarde en días de clases, prácticamente todos los días "laborales" de mi Prepa. Fue un tercer año en el que de alegría esporádica, el fútbol pasó a ser un ingrediente esencial en la felicidad de mi vida. Fue pasar de una tripleta a un quinteto, y encontrar a unos de los mejores amigos de mi vida entera. Fue vivir con ellos el fúbtol, y cientos de cosas más allá del fútbol también. Fue salir a otras ciudades a jugar, en viajes divertidos con asientos apretados. Fue el Nacional, donde una derrota más nos unió y nos puso en un nuevo camino hacia la victoria. Fue otra vez el esfuerzo de jugar, la presión que, claro, también existía. Fueron cientos de pases, decenas de tiros, miles y miles de metros corridos. Fue conocer a más amigos, y ser más amigo de los que ya lo eran, y, cuando me tocaba jugar, dejarlo todo en la cancha por ellos. Fue soportar las lesiones que me alejaban de todo ese mundo que ya amaba. Fue aprender a ser humilde y aprender a ser puntual. Fue la presencia silenciosa de mi padre en todos mis partidos. Fue platicar con mi entrenador, escuchar sus consejos, y con ellos ir creciendo en lo físico, en lo técnico, en lo táctico y, más que en todo eso, en lo humano e incluso lo espiritual. Fue saber valorar el trabajo en equipo. Fueron mis gritos de ánimo dentro y fuera del campo, unas malas palabras que a veces se me escapaban si nos metían gol. Fueron las carcajadas de antes de los partidos, las sonrisas durante ellos, y los abrazos al final. Fue perder una final más, y reponernos y mejorar y crecer. Fueron los goles de ayer, la alegría de ir ganando, los insultos que nos lanzaban. Fue fallar un penal (nunca, nunca me voy a olvidar de eso). Fue escuchar el silbido final y correr y gritar y abrazarnos y saltar y sonreir con la sonrisa más grande del mundo. Fue ver a todos mis amigos frente a mí, y leer en sus caras la misma felicidad que había en la mía.
Eso es lo que yo, el 77, sentía cuando levanté la copa. Sé que nunca voy a olvidar estos tres años, que nunca voy a olvidar ese momento y todo lo que significó para mí. Y bueno, todo eso en realidad es fácil de resumir: yo, el 77, sentí una de las alegrías más inmensas de mi vida.
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