El Alba de un Camino

Me desperté antes que el sol. Con un esfuerzo supremo de mi voluntad, y con los ojos aún entrecerrados por el cansancio, despegué mi cuerpo de las cálidas sábanas y me arrastré hacia la ducha. Las heladas gotas que golpearon mi rostro me despertaron de golpe. Huyendo cobardemente del frío, me duché lo más rápido que pude y me envolví en el calor de mi toalla. Miré por la ventana y vi cómo el cielo comenzaba a pintarse de rosa y de naranja mientras el sol se alzaba por detrás de una colina que yo no podía ver desde allí. Un escalofrío recorrió mi espalda, y terminé de secarme para salir del cuarto de baño ya vestido.

Acomodé entonces dentro de mi mochila las escasas pertenencias que había llevado conmigo. Con orden, guardé mi pijama y la playera que me había puesto el día anterior encima de todo lo demás. En una bolsa del "respaldo" de la mochila, puse mi libreta Moleskine negra y mi pluma, mis posesiones más preciadas. Metí mi cartera en mi bolsillo derecho. Luego me puse la mochila sobre los hombros, la abroché frente a mi pecho y frente a mi panza, tomé el bastón de caminante con la mano derecha y me dirigí hacia la puerta. Le lanzé una última mirada cargada de sentimentalismo a la habitación que me había visto dormir esa noche, la última antes de inicar el Camino. Giré la perilla, abrí la puerta y salí de la habitación para encaminarme hacia las escaleras. Bajé rápidamente, casi con impaciencia. La dueña del hostal estaba junto a la puerta, sonsteniéndola para que pudiera salir. Le agradecí y salí al frío de esa mañana gallega.

Grupos de peregrinos de arremolinaban en torno a las casas de piedra de O Cebreiro. Todos vestían parecido, todos cargaban su mochila sobre sus hombros; todos tenían una sonrisa en el rostro aunque todos parecían estar como rodeados por un halo de cansancio. 

Entré a un café y pedí un café con leche y dos tostadas con mantequilla. Luego aprendería que ese era el "menú oficial" de los peregrinos en el desayuno. Ese primer día, me supieron a nuevo, a desconocido; me supieron a aventura, a las ganas de partir que me consumían por dentro. El primer sorbo de café logró por fin vencer al frío, y las tostadas aplacaron los gruñidos de mi estómago, que ya ansiaba algo después de la tempranera cena del día anterior. Comí rápido, en silencio, escuchando las voces de los peregrinos que pedían lo mismo que yo para comer, que intercambiaban experiencias vividas o que daban consejos sobre cómo evitar las ampollas en las zonas más delicadas del pie. Tomé mi último trago de café y miré a mi alrededor. En una esquina de la barra vi una pila de madalenas, de esas suaves delicias que me habían aconsejado probar. Pedí una también, y me la comí en cuatro o cinco mordidas. Se merecía la buena reputación. 

Pagué y me levanté del banco en el que había estado sentado. Por un momento, me pareció que el ruido disminuyó ligeramente, y sentí que los ojos de muchos de los que estaban allí se posaron sobre mí. Como en cámara lenta, vi que conforme me acercaba a la puerta del café los labios de los peregrinos se movían al unísono y pronunciaban con claridad dos palabras:

"Buen Camino."

Sonreí. Agradecí con la mirada y con un "Gracias" veloz. Salí de nuevo al frío de esa mañana gallega, aopyándome en mi bastón. Localicé una flecha amarilla en una piedra y la seguí. La luz del sol había ido expulsando al frío poco a poco, y éste último ya era mucho menos penetrante. De repente, la calle ancha y empedrada del pueblo se convirtió en un estrecho sendero de tierra rodeado de arbustos. Escondidos entre sus ramas, miles de pájaros cantaban para darle la bienvenida a la nueva mañana. El cielo estaba totalmente despejado y era de un azul profundo e infinito. Las montañas que se alzaban a mi alrededor estaban cubiertas de árboles verdes, altos y frondosos. Aparte de los pájaros, el único sonido que escuchaba era el de mis pisadas y el de mi bastón que se clavaba en la tierra una y otra vez. El aire fresco me acariciaba la cara. Cerré los ojos un instante, deteniéndome.

Era perfecto.

La imagen de Santiago se formó en mi mente. Vi la Catedral, con sus piedras que durante siglos habían sostenido ideales y alimentado voluntades. Sonreí. El día empezaba, y con él empezaba ese Camino que tanto había esperado y que por fin se había hecho realidad.

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