Al Alba de un Amor

Nunca volveré a escuchar campanas
que doblen con la tristeza que tienen hoy.
Nunca el canto de mil aves posadas en las
delicadas ramas en el ocaso heló mi corazón como hoy.
Nunca me hirió tanto el sonido de las aguas
burbujeantes como lo hizo el día de hoy.


La vida, ¡tu vida!, preciosa y delicada
había pendido como diamante de un hilo
por mucho tiempo, frágil cual limpia seda.
Durante largos meses yaciste en el filo
de la oscuridad, teniendo en tu pálido rostro dibujada
una lúgubre sonrisa, último bastión de mi esperanza.


Como el árbol en otoño que se aferra con congoja,
intentando resistir el ímpetu del viento,
a es marchita y roja hoja...
como la pequeña flama que clamando al firmamento
lucha contra el agua que la moja
o contra un ominoso suspiro del aire...


Así peleabas tú, con heroísmo, al tratar de respirar,
sumergida en las almohadas y en las sábanas del lecho
que yo removía para poder verte, para poderte abrazar
con toda mi alma y con el corazón maltrecho
por no saber nada, por tener que dudar
de cuál sería el último abrazo que responderías
apretando tus frías manos contra las mías.


Y fueron meses de tu eterna agonía, meses de agonía
que nos arrebataba del rostro el color,
de las manos el calor y del alma la alegría.
Fueron meses infinitos de un angustioso dolor
que nos ahogaban con el llanto día tras día,
pero que llenaban al mundo de ese amor,
también infinito, que fluía sin cesar de tu pecho.


Ayer te dejé inmóvil, respirando apenas...
te encomendé al cielo y tracé una cruz sobre tu frente.
Intenté dormir...mas me asaltaron los fantasmas
de la noche, y vinieron sin cesar a mi mente
las dudas, las tristezas, y a mis ojos, las lágrimas.
¡Maldije diez mil veces a las garras de la muerte!


Hoy, cuando cruzaba ya el umbral de tu hogar,
antes de oír murmullo alguno, de ver siquiera una sombra,
sentía el filo de una espada atravesar 
mi corazón, y cuando se pronunció a mi oído la fatal palabra
no tenía ya gritos que gritar ni lágrimas que llorar.
Me quedé solo, con mis sentimientos en zozobra...


Hoy, te vi, y estábamos mudos los dos;
¡y el mundo conspiró para crear el silencio!
Y en ese mar de incertidumbre, tú, con los ojos cerrados,
me veías aún con amor. Yo me acerqué despacio.
Me hinqué a tu lado. Temblaron mis labios.
No lo creía. Me aferraba a tu vida, necio.


Besé tu frente de mármol, y recorrió mi cuerpo un temblor.
Resbaló por mi cara una perla, la primera, la única,
la terrible lágrima que me robó mi maldito dolor.
Tomé tu mano, tu helada mano, la mano arrugada y blanca
que tantas veces me había sumido en un sopor
con sus dulces caricias de suavidad mesiánica.


Así, en la tácita armonía de tu muerte, le clamé al cielo:
"¿Por qué?" gritó mi interior enfurecido.
Y al compás, ahora sí, de mil lágrimas de duelo,
vertí también las palabras del vencido
que odia al dolor, y odia a la muerte y al hielo
que encierra a un corazón abatido.


De pronto, de entre el viento que cantaba
tu elegía entre los árboles y las nubes
y la lluvia que incesante te lloraba
y ensuciaba nuestras almas y las calles,
surgió tu hermosa voz, que suspiraba
con aquél último respiro que diste:


"¿Cómo puede caber tanto amor en un corazón?"
y entendí de golpe, sin quererlo, sin buscarlo,
que la respuesta al dolor es el amor, que la razón
de tu vida y de tu muerte yacía escondida para ser vista
hasta en el más pequeño rincón...
Que con tu muerte habías dado a luz a un amor
que poblaría el mundo y haría brotar la eterna alegría.


De tu mano, con los ojos cerrados y llorosos, sonreí.
Sonreí de amor.



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