La marioneta

En muchas ocasiones, vamos por la vida como si ésta fuese un viaje en el metro: entramos, nos sentamos, clavamos la vista en un punto (pero eso sí, sin realmente mirar ni fijarnos en nada) y así nos vamos...sin darnos cuenta de que el metro se mueve, de que la iluminación subterránea esta tarde es maravillosa, de que un póster ilustra una pradera con mil flores, de que el niño a nuestra derecha nos sonríe, de que la señora de enfrente parece preocupada, de que el hombre de dos asientos más allá tiene los ojos rojos de tanto haber llorado y de que la viejita del fondo, con sus movimientos pausados y delicados, parece deleitarse con cada instante que pasa. Así en la vida: a veces fijamos nuestra mirada sólo en nosotros mismos y nos olvidamos de que hay 6 billones de seres humanos alrededor, de que en la esquina hay una viejita que nos pide cinco pesos y una sonrisa, de que tenemos una familia y unos amigos, de que ver cómo se pintan las nubes de colores en un atardecer es hermoso, de que sentir la lluvia acariciándonos la cara es un deleite...en una palabra, ¡de que la vida vale la pena!
En esos momentos, es el deber de Dios (o del destino o de lo que ustedes quieran) arrearnos una bofetada para enviarnos de vuelta a la realidad. En lo más inesperado, que muchas veces es lo más doloroso (en la muerte de un ser querido, en una enfermedad, en la mirada abandonada de un niño de la calle), Dios nos grita, diciéndonos que hay que vivir. Tomemos el ejemplo de una muerte: ciertamente, nos parece incomprensible que una persona tan buena, tan feliz y tan querida tenga que abandonar el mundo. Y sin embargo, si se va es por una razón: porque ya había dejado en el mundo y en nuestros corazones una huella indeleble de amor. Nosotros tenemos que despertar, tenemos que darnos cuenta de que ahora es nuestro turno de vivir plenamente cada instante de la vida, de arriesgarse a amar y a ser feliz. Nada ocurre en vano. "Dios no juega a los dados."
Les dejo ahora un poema que algunos atribuyen a Gabriel García Márquez. En él, una marioneta aconseja a los humanos sobre las cosas que son realmente importantes en la vida. Creo que lo más sabio que podemos hacer es escuchar estos consejos y recibir las bofetadas de Dios con apertura y amor. Así valdrá la pena vivir.

Si por un instante Dios se olvidara 
de que soy una marioneta de trapo 
y me regalara un trozo de vida, 
posiblemente no diría todo lo que pienso, 
pero en definitiva pensaría todo lo que digo.
Daría valor a las cosas, no por lo que valen, 
sino por lo que significan. 
Dormiría poco, soñaría más, 
entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, 
perdemos sesenta segundos de luz.
Andaría cuando los demás se detienen, 
Despertaría cuando los demás duermen. 
Escucharía cuando los demás hablan, 
y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate.

Si Dios me obsequiara un trozo de vida, 
Vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, 
dejando descubierto, no solamente mi cuerpo sino mi alma. 
Dios mío, si yo tuviera un corazón, 
escribiría mi odio sobre hielo, 
y esperaría a que saliera el sol.
Pintaría con un sueño de Van Gogh 
sobre las estrellas un poema de Benedetti, 
y una canción de Serrat sería la serenata 
que les ofrecería a la luna.
Regaría con lágrimas las rosas, 
para sentir el dolor de sus espinas, 
y el encarnado beso de sus pétalo... 
Dios mío, si yo tuviera un trozo de vida...
No dejaría pasar un solo día 
sin decirle a la gente que quiero, que la quiero. 
Convencería a cada mujer u hombre de que son mis favoritos 
y viviría enamorado del amor.
A los hombres les probaría cuán equivocados están, 
al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, 
sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse. 
A un niño le daría alas, 
pero le dejaría que él solo aprendiese a volar.

A los viejos les enseñaría que la muerte 
no llega con la vejez sino con el olvido. 
Tantas cosas he aprendido de ustedes, los hombres 
He aprendido que todo el mundo quiere vivir 
en la cima de la montaña, 
Sin saber que la verdadera felicidad está 
en la forma de subir la escarpada.

He aprendido que cuando un recién nacido 
aprieta con su pequeño puño, 
por vez primera, el dedo de su padre, 
lo tiene atrapado por siempre.
He aprendido que un hombre 
sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, 
cuando ha de ayudarle a levantarse. 
Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, 
pero realmente de mucho no habrán de servir, 
porque cuando me guarden dentro de esa maleta, 
infelizmente me estaré muriendo.

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