"¡No tengáis miedo!"

"Hermanos y Hermanas, ¡no tengáis miedo de acoger a Cristo y aceptar su potestad! Ayudad al Papa y a cuantos quieren servir a Cristo, y con la potestad de Cristo, servir al hombre y a toda la humanidad! ¡No temáis! ¡Abrid, más bien dicho abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y políticos, lo amplios campos de la cultura, la civilización y el desarrollo. ¡No temáis! Cristo sabe “qué hay dentro del hombre”... ¡Sólo él sabe! Hoy en día el hombre desconoce tan a menudo lo que hay adentro, en lo profundo de su ánimo y su corazón; tan a menudo carece de certeza ante el sentido de su vida en esta tierra. Lo invade la duda, que se transforma en desesperación. Permitid, por tanto – os ruego, os imploro con humildad y confianza -, permitid a Cristo hablar al hombre. Sólo él tiene palabras de vida, ¡sí!, de vida eterna."


Con estas palabras, en 1978, inauguraba Juan Pablo II su pontificado, uno de los más largos, productivos y hermosos de la historia. Hoy, casi 33 años después de ese día, ha sido beatificado ese hombre con alma de niño. Y es que él es para todo el mundo, sin importar religión, raza, edad o sexo, un hombre extraordinario que creía firmemente en la Verdad y que pasó su vida predicando y defendiendo esta Verdad que tanto amaba. Todos recuerdan su sonrisa sencilla, su cautivadora mirada, su voz lenta y profunda y sus maravillosas palabras...todos lo recuerdan porque él fue un hombre que cambió al mundo por su coherencia. Él definió, sin quererlo a veces, tendencias en lugares escondidos, ideas en mentes brillantes, fe en almas titubeantes.


No creo que haya nadie en este mundo que no admire a Juan Pablo II. No creo que nadie pueda resistirse a esa bondad que emanaba de su rostro, a esa firmeza de la voluntad que lo llevó a extremos para vivir en coherencia con la Verdad y el Amor. No creo que haya nadie que de vez en cuando, al recordar su vida y su obra, no deje escapar una tímida lágrima que resbale por su mejilla. Y sin embargo, no basta con sentarse a contemplarlo. Su vida y su obra sólo valdrán la pena si nosotros que las hemos visto nos dejamos conmover por ellas y si nos decidimos a cambiar y a actuar más en esa coherencia que el tenía. Él desató revoluciones en el mundo porque antes había dejado que el Amor revolucionara su corazón. Hagamos lo mismo. Dejemos que, a ejemplo del Papa, el Amor nos arrastre a una vida mejor y a un mundo mejor. Así él no habrá vivido en vano...


¡No tengamos miedo!

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