Alza los ojos, enrojecidos de dolor,
Levanta a duras penas la cara desfigurada
Y eleva al cielo el dulce clamor
Que nos desgarra, el clamor de su pasión olvidada.
Tiemblan al unísono cielos y tierra
Y se estremecen también los infiernos
Con ese grito de amor que encierra
A la creación con sus ecos poderosos,
Con ese reclamo de un recuerdo
De Aquél que yace frío sobre el madero
Por todos abandonado y traicionado
Por mí, por mi pecado omnipresente y duradero.
Busca de nuevo un suspiro de la vida
Que se escurre con la sangre que resbala
Por la cruz. Forzando la mano a los clavos unida
Se levanta un instante. De prisa inhala
El aire de muerte que gira en torno,
Sabiendo que será el último respiro.
Por su mente pasan esos que no
Aceptarán nunca el insesperado giro
Que le ha dado a todas las cosas,
Pasan aquéllos que, como yo, lo sabrán,
Y aún a sabiendas de las maravillas
Que se han hecho, lo dejarán
En un rincón, muerto y traspasado
De dolor por mis culpas y mis penas,
Por mi olvido diez mil veces azotado,
Por mi indiferencia sangrantes las venas.
Baja entonces la cabeza, y exhala
Con fuerza ese hálito de eternidad.
Se crea el silencio, se oscurece la
Faz de la tierra, inmóvil está la humanidad.
Llora el cielo velozmente
Con estruendos que resuenan
Inmisericordes sobre el monte.
Con el viento los malditos curiosos escapan.
Queda solo ella. Se acerca y le besa los pies ensangrentados.
Y en sus rostros, ¡en los dos, vaya milagro!
Se dibuja una sonrisa en los pálidos labios.
Saben ambos que al final es Amor lo que sostiene al mundo, y ellos han amado.
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