Abrí los ojos lentamente, con esa pesadumbre que se quería volverse habitual en mí. Los rayos dorados de luz del sol que se filtraban por mi ventana parecían anclarme a la cama, y se apoderaban de cada miembro de mi cuerpo, aprisionándolo como cadenas. Buscaban dibujar en mi rostro los trazos del autómata que decreta el mundo como ley, de ese ser gris y monótono que domina hoy en día la faz de la tierra. Al fin logré levantarme, sin prisa alguna. Mientras me ponía la ropa como en un absurdo ritual sin sentido, contemplaba el cielo que se veía desde mi ventana. Quise verlo igual, quise no percatarme de la belleza...quise creer que la uniformidad absoluta e inútil debía de ser, sin cuestionamientos, la base de mi sociedad.
Ahí estaba, inmóvil y con la mirada puesta en el infinito, cuando de pronto el sol atravesó una capa de nubes en el cielo. Entonces, la enorme bola roja que había surgido del horizonte disminuyó su tamaño y cambió a ser de color amarillo pálido, casi blanco. El cielo, que estaba teñido de infinidad de colores, cambió de golpe a un azul claro y luminoso. Cerca de mi ventana voló un pájaro, entonando un canto de alabanza al nuevo día. Mis ojos, que hasta entonces habían permanecido como adormilados y entrecerrados, se abrieron de repente con plenitud y aspiraron la inmensidad entera de lo que se hallaba ante mí.
Desvié los ojos hacia la gente que caminaba en la calle, muchos metros bajo la ventana de mi departamento. Me parecieron todos iguales: robots, autómatas. Iban por el mundo sin cuestionarse ni un segundo su realidad, su existencia. Marchando en un estúpido ritmo, llevados por la corriente de lo que pasara con la mayoría...si un día se hablaba de alcohol, todos, embelesados, partían tras él para obtenerlo a costa de todo aunque les costara la misma vida. Si horas después era el sexo el becerro de oro, ¡allí se les podía ver a cada uno idiotizado con ese falso placer! ¡Libertinaje, adiós a la responsabilidad! Vagaban cual rebaño moribundo en espera de los pasos que marcaría algún personaje pasajero que se perdería al día siguiente. ¿Voluntad, conciencia, rumbo? ¡No! Eso no era ni un murmullo, ni un suspiro...el llamado insistente de sus almas, que habían sumergido hasta el olvido, se ahogaba en publicidad, en los gritos de la moda, en los llamados al falso placer y a la falsa alegría. Todos marchaban ahí abajo, con la misma expresión en el rostro, con sus trajes negros. Y yo, que a veces me sentía tan harto de verlos que me veía tentado de seguirlos, pensé que en aquel momento estaba llamado como nunca antes a ser quien era, quien soy.
Ahí yace el secreto: en la identidad que se forja al forjar la voluntad. Con cada paso que he dado en la vida, se ha hecho mi carácter, mi fuerza. Se han cincelado principios en mi alma. Se han grabado en ella la Verdad y el Amor; se han vuelto mis ideales, mis razones. Yo he sido como una flor, quizá, que se abre lentamente para dar lugar a su belleza única y a su irrepetible perfume. Convicción: la llave del triunfo. Fidelidad a mis ideales: la clave de mi felicidad. Miré a la gente de abajo...los compadecí; eran esclavos de lo que dictara cualquier locura. Miré mi interior: libre...amo de mi destino y capitán de mi alma, como dice aquel poema. Supe entonces que nunca me permitiría caer en las redes del conformismo o del relativismo. Siempre sería yo. Así podría ser verdaderamente feliz.
Ahí estaba, inmóvil y con la mirada puesta en el infinito, cuando de pronto el sol atravesó una capa de nubes en el cielo. Entonces, la enorme bola roja que había surgido del horizonte disminuyó su tamaño y cambió a ser de color amarillo pálido, casi blanco. El cielo, que estaba teñido de infinidad de colores, cambió de golpe a un azul claro y luminoso. Cerca de mi ventana voló un pájaro, entonando un canto de alabanza al nuevo día. Mis ojos, que hasta entonces habían permanecido como adormilados y entrecerrados, se abrieron de repente con plenitud y aspiraron la inmensidad entera de lo que se hallaba ante mí.
Desvié los ojos hacia la gente que caminaba en la calle, muchos metros bajo la ventana de mi departamento. Me parecieron todos iguales: robots, autómatas. Iban por el mundo sin cuestionarse ni un segundo su realidad, su existencia. Marchando en un estúpido ritmo, llevados por la corriente de lo que pasara con la mayoría...si un día se hablaba de alcohol, todos, embelesados, partían tras él para obtenerlo a costa de todo aunque les costara la misma vida. Si horas después era el sexo el becerro de oro, ¡allí se les podía ver a cada uno idiotizado con ese falso placer! ¡Libertinaje, adiós a la responsabilidad! Vagaban cual rebaño moribundo en espera de los pasos que marcaría algún personaje pasajero que se perdería al día siguiente. ¿Voluntad, conciencia, rumbo? ¡No! Eso no era ni un murmullo, ni un suspiro...el llamado insistente de sus almas, que habían sumergido hasta el olvido, se ahogaba en publicidad, en los gritos de la moda, en los llamados al falso placer y a la falsa alegría. Todos marchaban ahí abajo, con la misma expresión en el rostro, con sus trajes negros. Y yo, que a veces me sentía tan harto de verlos que me veía tentado de seguirlos, pensé que en aquel momento estaba llamado como nunca antes a ser quien era, quien soy.
Ahí yace el secreto: en la identidad que se forja al forjar la voluntad. Con cada paso que he dado en la vida, se ha hecho mi carácter, mi fuerza. Se han cincelado principios en mi alma. Se han grabado en ella la Verdad y el Amor; se han vuelto mis ideales, mis razones. Yo he sido como una flor, quizá, que se abre lentamente para dar lugar a su belleza única y a su irrepetible perfume. Convicción: la llave del triunfo. Fidelidad a mis ideales: la clave de mi felicidad. Miré a la gente de abajo...los compadecí; eran esclavos de lo que dictara cualquier locura. Miré mi interior: libre...amo de mi destino y capitán de mi alma, como dice aquel poema. Supe entonces que nunca me permitiría caer en las redes del conformismo o del relativismo. Siempre sería yo. Así podría ser verdaderamente feliz.
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