¿Tiempo?

Me recosté en el cómodo pasto de aquella colina, y sentí que un viento cálido y húmedo me acariciaba la cara. Levanté los ojos al cielo y embelesado ante el espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos, me quedé absorto en la contemplación de esa simple pero profundísima belleza.
En el cénit de la bóveda celeste se adivinaba aún el azul claro que la había coloreado durante el día. Mientras bajaba la mirada hacia el horizonte, observé que el cielo adquiría mil tonalidades en lo que se confundía con la tierra; sobre las pocas nubes que flotaban en una línea recta se dibujaba un haz de color amarillo, pálido y radiante al mismo tiempo. Bajo las nubes el cielo comenzaba a teñirse de un naranja lleno de vida que a su vez daba paso a un rosa potente que embellecía sobremanera aquel atardecer de principios de otoño. Un centenar de pájaros volaban sobre mí, probablemente rumbo al bosque que yacía a mis espaldas. Sin embargo, contrario a su hábito común a esas horas del día, lo hacían en silencio, como si temieran interrumpir el flujo de mis pensamientos o la tranquilidad en la que me encontraba.
Yo sonreí inconscientemente, como atontado por lo divino de la creación. Apoyé mis brazos sobre mis rodillas, y luego mi cabeza sobre el brazo izquierdo. Así transcurrieron unos pocos segundos, cuando de repente, sin yo quererlo, llegó a mis oídos un sonido apagado. Eran las agujas de mi reloj de pulsera, que recorrían sin parar ese camino sin final una y otra vez. Agudicé mis sentidos, y sentí que ese musical acorde se acompasaba con otro aún más bello: con los latidos de mi corazón. Entonces, extrañado y sumido en esa meditación, una palabra surcó mi mente…tiempo.
Tiempo.
¿Qué es el tiempo?, pensé… ¿Será acaso ilusión o frenesí, como decía Calderón de la Barca acerca de la vida? ¿Existe siquiera, o es una noción que nos hemos inventado para dotarle de un poco más de seguridad a nuestra propia existencia? Y, ¿cuánto tenemos? ¿Tenemos, siquiera? ¿Vivimos?
Mi sonrisa se borró de mi rostro, y se vio reemplazada por esa expresión que adquiere mi semblante cuando estoy pensativo. El sol se hundía cada vez más tras las montañas, adormeciendo a todos los seres, pero mi mente trabajaba a prisa. Hice memoria de todo lo que he vivido y de lo que había visto a otros vivir. Recordé también el frío rostro de mármol de los que amaba y había despedido de este mundo con un beso en la frente. Me vinieron a la imaginación mis pasos, mis sonrisas y mis lágrimas…y llegué a la conclusión de que yo, al menos, había vivido, porque había amado la vida y vivido el amor.
En ese instante, mientras seguía midiendo los rítmicos latidos de mi corazón, caí en la cuenta súbitamente de que cada uno de ellos podía ser el último, y que por eso no podía dejar pasar ni un segundo de vida sin aprovecharla. Tiempo…nunca sabré lo que es. Sólo sé que hay vida, y que ésta hay que vivirla, porque nunca volverá. ¿Para qué gastar tiempo (usaré la palabra no porque tenga algún sentido en sí, sino porque no hay otra que designe mejor a esa concepción que tenemos) en quejarse, si podemos mejor sonreírle a alguna persona? A veces será el deber de este tiempo arrearnos una bofetada que nos duela de verdad, pero esto no tiene otro propósito aparte del de hacernos despertar.
Durante esos momentos el sol ya había dado su último suspiro de luz y de calor, y en el cielo, ahora uniformemente pintado de un oscurísimo azul bordeando en la negrura, centelleaban millones de estrellas. La luna, que gigantesca permanecía suspendida pocos metros sobre las montañas, aún conservaba ese toque de color rojo que le da un atardecer. Un viento frío había empezado a soplar.
Me levanté y un escalofrío recorrió mi espalda. No era por el frío. Era por aquella cosa que me habían dicho una vez y cuyo eco vibró en aquel momento en mi mente: Si no vives el presente no hay nada que augure que el futuro será mejor.
La sonrisa regresó a mi rostro.

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