A mi madre

Hay cosas, mamá, que no pueden decirse frente a frente,
porque se quiebra mi voz, porque me falta valor.
A todo hombre le cuesta decir lo que siente,
y aún más cuando lo inunda ese suave olor

que le trae a la mente sus años de infancia,
que evoca mil besos y abrazos,
que le roza la cara como una caricia 
de esas que sólo le das a tus niños.

A veces he llegado, inocente, a creer
que basta con palabras para mostrar amor,
pero gracias a Dios he podido saber
que hace falta un poema, una carta, una flor,

para demostrar cuánto te admiro,
para reconocer lo que me has enseñado,
para hacerte saber cuanto te quiero
y para dar un tributo justo al tiempo que me has dedicado.

Y es que gracias a ti (y a papá, claro está,
pero siendo los dos una misma cosa,
en realidad, ¿qué más da?)
he aprendido que, aunque esté mi mirada llorosa,

he de mantener la cabeza en alto,
porque sigo valiendo lo mismo que siempre.
Aprendí que debo de entonar mi canto
aún cuando el mundo deteste mi nombre.

Aprendí que vale más ver al sol nacer en primavera
que conocer los nombres de todas las estrellas;
que debo mantenerme firme en mi trinchera
aunque pese la soledad y hablen de mis locuras.

Aprendí que es azul el agua del mar,
y amarillos los árboles en otoño,
que es bueno a veces poder gritar,
que no hay que juzgar las cosas por su tamaño.

Aprendí que ser paciente no es aguantar todo,
sino saber detener a los demás en el momento preciso.
Me enseñaste a no jugar en el lodo
a menos de que lloviera en mi partido de fútbol, ¡valioso

regalo que nos hizo pasar más horas juntos
hablando, jugando y limpiando el uniforme!
Me enseñaste a rezar por nosotros,
no por mí, sino por este mundo enorme

que me enseñaste a llamar hogar.
Por ti ahora sé que debo mantener
una sonrisa en los labios a como dé lugar,
que ahí la esperanza de Dios debe yacer.

Tantas cosas me enseñaste, mamá,
que jamás acabaría mi letanía.
Y sólo sé que en mi alma debe encender la llama
que demuestre nuestra eterna alegría.

Debes saber, ¡oh, madre mía!
que son todas estas palabras
las que contiene escondida la plegaria
que hacemos juntos frente a la cama de rodillas,

las que deben aflorar en ese beso en la noche,
cuando, fatigado del día que termina,
susurro en tu oído que te quiero,
sonrío, te abrazo un instante...

Así, renace en mí la fuerza en la lucha
que inspiraste tú en mi corazón.
Seré un hombre, mamá, algún día...
y todo, todo, gracias a ti.

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