Un Corazón Nuevo


Les dejo la homilía del Papa Benedicto XVI del día de hoy, miércoles de ceniza. Es una excelente oportunidad de reflexionar sobre un aspecto un poco olvidado de ese tiempo:

Queridos hermanos y hermanas: Iniciamos hoy el tiempo litúrgico de Cuaresma con el sugestivo rito de la imposición de las cenizas, mediante el cual queremos asumir el compromiso de convertir nuestro corazón hacia los horizontes de la gracia. Por regla general, según la opinión común, este tiempo corre el peligro de verse connotado por la tristeza, por la monotonía de la vida. Por el contrario, es un don preciado de Dios; es tiempo fuerte y denso de significados en el camino de la Iglesia; es el itinerario hacia la Pascua del Señor. Las lecturas bíblicas de la celebración de hoy nos proporcionan indicaciones para vivir con plenitud esta experiencia espiritual.

«Convertíos a mí de todo corazón» (Jl 2, 12). En la Primera Lectura, tomada del profeta Joel, hemos escuchado estas palabras, con las que Dios invita al pueblo judío a un arrepentimiento sincero y no aparente. No se trata de una conversión superficial y transitoria, sino de un itinerario espiritual que afecta profundamente a las actitudes de la conciencia y supone un propósito sincero de contrición. El Profeta se inspira en la plaga de la invasión de la langosta, que se había abatido sobre el pueblo destruyendo las cosechas, para invitar a una penitencia interior, a rasgarse el corazón, no las vestiduras (cf. 2, 13). Se trata, pues, de adoptar una actitud de conversión auténtica a Dios –volver a él–, reconociendo su santidad, su poder, su majestad. Y esta conversión es posible porque Dios es rico en misericordia y grande en el amor. Es la suya una misericordia regeneradora, que crea en nosotros un corazón puro, nos afianza con espíritu generoso, devolviéndonos la alegría de la salvación (cf. Sal 50, 14). Y es que Dios, como dice el Profeta, no se complace en la muerte del pecador, sino en que se convierta y viva (cf. Ez 33, 11). En nombre del Señor, el profeta Joel ordena que se cree un ambiente penitencial propicio: hay que tocar la trompeta, convocar a la asamblea, despertar las conciencias. El período cuaresmal nos propone este ámbito litúrgico y penitencial: un camino de cuarenta días en el que experimentar de manera eficaz el amor misericordioso de Dios. Hoy resuena para nosotros la llamada: «Convertíos a mí de todo corazón»; hoy somos nosotros los llamados a convertir nuestro corazón a Dios, siempre conscientes de que no podemos realizar nuestra conversión solos, con nuestras propias fuerzas, pues es Dios quien nos convierte. Él nos ofrece una vez más su perdón, invitándonos a volver a él para darnos un corazón nuevo, purificado del mal que lo oprime, para hacernos partícipes de su alegría. Nuestro mundo necesita ser convertido por Dios, necesita su perdón, su amor, necesita un corazón nuevo.

«Os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Cor 5, 20). En la Segunda Lectura, San Pablo nos proporciona otro elemento para el camino de la conversión. Invita el Apóstol a apartar la mirada de él y a centrar la atención, en cambio, en aquél que lo ha enviado y en el contenido del mensaje del que es portador: «Nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (ibíd.). Un enviado repite lo que ha oído pronunciar a su señor, y habla con la autoridad que ha recibido y dentro de los límites que se le han indicado. Quien desempeña el cometido de enviado no debe llamar la atención sobre sí mismo, sino ponerse al servicio del mensaje que ha de transmitir y de quien lo ha mandado. Así actúa San Pablo al desempeñar su ministerio de predicador de la palabra de Dios y de apóstol de Jesucristo. No se arredra ante la tarea encomendada, sino que la cumple con una entrega total, invitando a abrirse a la gracia, a dejar que Dios nos convierta: «Y como cooperadores suyos –escribe–, os exhortamos a no echar en saco roto la gracia de Dios» (2 Cor 6, 1). «La llamada de Cristo a la conversión –nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica– sigue resonando en la vida de los cristianos. [...] Es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que “recibe en su propio seno a los pecadores” y que siendo “santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación”. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del “corazón contrito” (Sal 51, 19), atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero» (n. 1428). San Pablo habla a los cristianos de Corinto, pero a través de ellos quiere dirigirse a todos los hombres, pues todos necesitan la gracia de Dios que ilumine la mente y el corazón. E insiste el Apóstol: «Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2 Cor 6, 2). Todos pueden abrirse a la acción de Dios, a su amor; con nuestro testimonio evangélico, los cristianos hemos de ser un mensaje vivo, es más: en muchos casos somos el único Evangelio que los hombres de hoy siguen leyendo. Ésta es nuestra responsabilidad al seguir las huellas de San Pablo, éste un motivo más para vivir bien la Cuaresma: ofrecer el testimonio de la fe vivida a un mundo en dificultad que necesita volver a Dios, que necesita conversión.

«Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos» (Mt 6, 1). Jesús, en el Evangelio de hoy, reinterpreta las tres obras fundamentales de piedad dispuestas por la ley mosaica. La limosna, la oración y el ayuno caracterizan al judío que observa la Ley. Con el paso del tiempo, estas prescripciones habían sufrido la corrosión del formalismo externo, cuando no se habían vuelto un signo de superioridad. Jesús pone de relieve, en estas tres obras de piedad, una tentación común: cuando se realiza algo bueno, casi instintivamente nace el deseo de ser estimado y admirado por la buena acción, es decir el deseo de recibir satisfacción. Y ello por un lado nos cierra en nosotros mismos y por otro nos saca de nosotros mismos, ya que vivimos pendientes de lo que los demás piensen de nosotros y admiren en nosotros. Al proponer de nuevo estas prescripciones, el Señor Jesús no pide respeto formal a una ley ajena al hombre, impuesta cual pesado fardo por un legislador severo, sino que invita a redescubrir estas tres obras de piedad viviéndolas de manera más profunda, no por amor propio, sino por amor de Dios, como medios en el camino de conversión a él. Limosna, oración y ayuno son el trazado de la pedagogía divina que nos acompaña –no sólo en Cuaresma– hacia el encuentro con el Señor resucitado; un trazado que debemos recorrer sin ostentación, con la certeza de que el Padre celestial sabe leer y ver incluso en el hondón de nuestro corazón.

Queridos hermanos y hermanas: Iniciemos confiados y alegres el itinerario cuaresmal. Cuarenta días nos separan de Pascua; este tiempo «fuerte» del año litúrgico es un tiempo propicio que se nos concede para atender con mayor afán a nuestra conversión; para intensificar la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la penitencia, abriendo el corazón a la acogida dócil de la voluntad divina; para una práctica más generosa de la mortificación, gracias a la cual podamos socorrer con mayor largueza al prójimo necesitado: un itinerario espiritual que nos prepara a revivir el misterio pascual.

Que María, nuestra guía en el camino cuaresmal, nos lleve a un conocimiento cada vez más profundo de Cristo, muerto y resucitado; nos ayude en el combate espiritual contra el pecado; nos sostenga al invocar con fuerza: «Converte nos, Deus salutaris noster – Conviértenos a ti, oh Dios, salvación nuestra». Amén.

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