Memento mori

Habían pasado ya más de seis meses, y aunque su mundo entero se había revolucionado, en ciertos aspectos poco había cambiado dentro de él. Veía al mundo con ojos totalmente nuevos, pero cada vez que un recuerdo de aquella vida que había huido frente a sus ojos hacía ya más tiempo del que quería admitir cruzaba fugazmente su mirada, se liberaba a raudales el agua que se esforzaba por contener pero que inundaba sus pupilas en estas ocasiones. 


A menudo se cernía sobre él la sombra de esos días, "los más largos del tiempo", como recordaba que había escrito Sabines. La memoria de esa helada mano que había sostenido entre la suyas le congelaba los latidos del corazón: veía sus marcadas venas azules que sobresalían tanto para la vista como para el tacto, su blanca piel que, a pesar de contar ya con multitud de pliegues, mantenían una suavidad inimaginable. También venía a su mente la imagen de esos ojos cuyo color le costaba definir que a veces se perdían en la inmensidad de un infinito que sólo ella podía contemplar. Escuchaba de nuevo el eco de esas palabras que había pronunciado tartamudeando, y sentía vivamente las últimas caricias que le habían ablandado el pelo y la cara. Recordaba estar sentado en silencio, contemplando a esa ladrona que le quitaba la vida con lentitud, le pesaba otra vez la atmósfera densa de la habitación que reunía al amor y a la triste expectación. Vertía de nuevo las mismas lágrimas...y se veía parado solo frente a ella cuando sus párpados se habían ya cerrado, cuando sus exhalaciones habían cesado, cuando su movimiento se había frenado. Besaba su frente, con los ojos abiertos a medias, una y otra vez. Y prefería no acordarse del resto: a la mente le venían difusas imágenes de un desfile de gente de cuya sinceridad dudaba. Lo único que le quedaba claro y le infundía vida de nuevo eran los abrazos de su familia, de esos amigos que sólo él sabía y aquél otro cuya memoria de quedaba solo a él. Y besaba el mármol, con los ojos abiertos a medias, igual de frío que su frente, una y otra vez...


Habían pasado ya más de seis meses, pero a veces el dolor lo atravesaba con más fiereza que en esos días. Pocos lo recordaban ya, pero en él la llaga renacía sin descanso y sin previo aviso. Temía pronunciar esa palabra que daba miedo, pero a veces no le quedaba remedio: era la muerte. Había visto y sentido sus garras por primera vez, y las heridas no acababan de cerrarse. Muerte...el látigo inclemente de la vida. La bofetada que te arranca del letargo, el perro que te sigue los pasos, la ola del mar que te besa los pies sin cesar: ¡siempre está allí! La lanza que perfora tu pecho, el dolor que desgarra el alma y parte el corazón y te arranca un suspiro profundo y mil lágrimas. El ladrón imprevisto, la sacudida inesperada...el amor. 


¿Amor? Le parecía ilógico, sí, pero ella se lo había dicho: "Cómo puede caber tanto amor en un corazón..." ¡Eso la mantenía luchando! Amaba, y deseaba que el amor que le había heredado al mundo cambiara su faz. Ella sabía que ese rayo de esperanza que emprende el vuelo como una blanca paloma habría de iluminar los caminos de quienes se dieran cuenta de que la respuesta al dolor es el amor. El amor que ella había encarnado en cierto modo hacía que él tuviera el valor de levantar el rostro de nuevo y de afrontar los retos que la vida continuaba dándole. Y es que una vida sigue aunque otra acabe: él lo sabía. Incluso creía que cuando una vida acababa, la vida de todos aquellos que se habían visto tocados por esa vida debía cambiar. Debía cambiar porque las semillas del amor que habían sido plantadas a lo largo de los años florecían al ser regadas por lágrimas de dolor, de amor y de esperanza. Amar no sólo le da sentido a la vida, le da sentido a la muerte también. Ella había amado, y ahora él comenzaría a amar también.


El eco de esa palabra que le causaba escalofríos desapareció, y fue reemplazado por una que vibraba estridentemente en el interior de su alma: amor. Sonrió, levantó la cabeza y emprendió de nuevo el camino.

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